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lunes, 12 de febrero de 2007

Diario de un hipocondriaco


Te despiertas, oh Dios, agotado, sin fuerzas más que para seguir tumbado, y te vuelves a dormir. Más tarde te vuelves a despertar, y contemplas cómo el cuarto está inundado por la nublada luz del día que no arranca. Te sientas sobre el borde de la cama, miras el reloj, piensas en cualquier cosa y vuelves otra vez a tumbarte, a arroparte, buscando ese calor que tu cuerpo había generado. Otra vez te despiertas, y algo te dice que deberías ir saliendo de la cama porque no estás de vacaciones, unas vacaciones para dormir como una tumba. Mañana trabajas, así que al fin te incorporas, te levantas y vas hacia la ducha. El puto espejo te devuelve una imagen de un ser desconchado, pálido, ojeroso, ralo. Qué te pasa, qué coño te está pasando, no es normal este cansancio, este frío, esta cara. Te está saliendo algún grano y estás seguro de que es debido a alguna enfermedad de transmisión sexual, pero no sabes cuál. Te pones a mear y se te va la cabeza. Te estás muriendo, dices. Respiras mal y piensas en que necesitas algo inmediatamente. Una pastilla de vitaminas, necesitas vitaminas. Vas a la cocina y las buscas, pero no las encuentras. Había una caja por aquí, dónde está? Entonces ves aspirinas, ácido acetilsalicílico, eso es, justo lo que necesitas ahora para este maldito aletargamiento de cabeza. No te llega bien la sangre al cerebro y es urgente que te riegue. Preparas un vaso de agua, disuelves la aspirina en una cuchara y la observas con delectación, admirando la magnífica dispersión de ese polvo blanco y sólido hasta hace un momento. Cómo no se te habrá ocurrido antes?, te ofuscas. Entonces la tragas como si te tragases la mismísima Vía Láctea y comienzas a pensar en tu inminente recuperación. Sólo por hoy estarás salvado, o eso esperas.

A. Gova

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